Página 12
ESCENAS
La zanja
Piedra sentada, pata corrida, una obra que pervierte la imagen histórica de la tribu sudamericana.
Por Mercedes Halfon
Una
familia de una tribu llamada Lechiguanga duerme bajo el inmenso cielo
pampeano. Han sido desterrados de las tolderías mapuches por salvajes
adoradores del dios El gran peludo. Por detrás de ese amoroso y sucio
amontonamiento humano pasa un desplumado ñandú plumirrojo y un perro
comienza a ladrarle a la luna. Se trata del inicio de Piedra sentada,
pata corrida, “farsa civilizatoria”, primera obra como autor y director
de Ignacio Bartolone. La obra tiene mucho que ver con su título, tan
poético como bizarro. Estamos hablando de una farsa. Y ese singular tono
se construye con un tipo de representación naïf –un telón pintado,
vestuarios que recuerdan un acto escolar– que avanza hacia una cima de
excitación y goce con unos cuerpos que se mueven casi danzando y una
lengua inventada, que no tiene nada de reproducción antropológica ni de
reivindicación solemne. El perro es –claro– un actor, con un traje algo
roído, que luego de ladrar largamente hacia el cielo comienza a recitar
un poema gauchesco, bellísimo, irónico y procaz donde se plantan los
cimientos de la obra: “De madrugada, la tribu... duerme la mona. A pata
corrida duerme. Quieta, quietita quietaza, descansa la raza, cual mulita
estancada, como piedra sentada... Inamovible, reposa sin choza sobre la
capa amarilla del polvo estéril, los cactos pinchudos, la escarcha
conchuda, y la zanja”.
Esa zanja no es otra que la que los separa de la zona conquistadora,
adonde estos indios van a hacer de las suyas. Comen cristianos y
defecan –literalmente– en castellano. Luego de sus tropelías, de sus
andanzas nocturnas, los más jóvenes de la familia-tribu, se encuentran
hablando una media lengua, mitad lechiguanga mitad castiza. El cacique
Olorá-Potro hace la vista gorda y hasta comparte la pasión caníbal, pero
la madre desaprueba esas prácticas no bien llegan a sus oídos. “Estamos
perdiendo la poquita identidad que nos queda y vo’... no ponés orden...
porque sos igual a ellos... lechiguangas... ¡comiblancos...!” Por esos
carriles anda esta pieza, que plantea un lenguaje nuevo en una compleja
articulación de formas reconocibles de habla precolombina, modismos
contemporáneos –”no seá’ fisura”– y otros decididamente poéticos,
rítmicos, hallazgos lingüísticos puros. Hay también una relectura de la
literatura argentina fundacional, textos como Una excursión a los indios
ranqueles, de Lucio V. Mansilla, Viaje al país de los araucanos, de
Estanislao S. Zeballos, La Cautiva, de Echeverría, Civilización y
barbarie, de D. F. Sarmiento. Pero lo interesante es que este trabajo
con los clásicos se mezcla como influjos de poetas contemporáneos como
Ricardo Zelarrayán o Washington Cucurto. El resultado es sorprendente,
no sólo por la mezcla insólita sino porque eso se vuelve teatro y
rápidamente aceptamos ese modo de hablar, de moverse, la tribu vibra
delante de nosotros contagiando una vitalidad arrolladora.A esas búsquedas estéticas Ignacio Bartolone le suma una postura igualmente libre en su abordaje de la imagen preestablecida de lo que una tribu sudamericana fue, ha sido o debería ser. Con la llegada de un español que anota versos libres en su cuaderno de bitácora, el revuelo tomará dimensiones notables. El se volverá, para festejo de “la indiada”, en la cautiva. Y la madre de la tribu, aprovechando el revuelo y la confusión en la línea de mando, tomará el toro –o el Gran Peludo– por las astas y se convertirá en la primera Cacique Lechiguanga. Con inversiones genéricas, invenciones lingüísticas, actuaciones hilarantes – Julián Cabrera, Gustavo Detta, Jorge Eiro, Juan Pablo Galimberti, Cristina Lamothe, Eugenio Schcolnicov, todos intensos y singulares– Piedra sentada, pata corrida viene a proponer que sí puede haber algo nuevo bajo el sol pampeano.
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